Los trámites aduaneros, sin problema; primera entrada en el país, sí, misionero, sí, siga, gracias; la espera de las maletas y la salida, sin novedad.
Corría el mes de febrero de 1992. Tres meses exactos faltaban para que Martín cumpliera los treinta y dos años. Sólo quince años después sabría Martín que aquel día en el que cumplía treinta y un años y nueve meses de vida, mientras aterrizaba, había cruzado, por primera vez, la línea de la vida de alguien que sería muy especial en su vida. Ninguno sabía de la existencia del otro. Ella apenas tenía diecisiete años y estaba en su aula, junto a su compañera preferida, en clase de inglés, a punto de salir al recreo, mientras cursaba su último año en el colegio salesiano para señoritas.
Fuera esperaban Marga y Nekane. Los cuatro se funden en un abrazo. Por fin llegó el momento, tan esperado, de encontrarse. Martín miraba, desde el hall del aeropuerto, en primer plano, una ciudad moderna y, al fondo, una barriada pobre escalando la montaña.
Todavía no era tiempo de que los ideales entraran en crisis. Martín fantaseaba imaginándose casi como una especie de Superman, salvando a la gente de la miseria, como si la historia de aquel país fuera a ser otra a partir de su llegada. Es el impulso propio del voluntario, cooperante o misionero que llega por primera vez a su lugar de misión. Después, progresivamente, vendrá el descubrimiento de cuánto uno debe cambiar y cómo esta experiencia debe estar al servicio del cambio personal más que a la salvación de nadie. Años más tarde, reflexionando sobre esta realidad, Martín sentiría simpatía por la frase que leyera en la popa de un bus urbano: “Sólo el pueblo salva al pueblo”. La experiencia le llevaría a descubrir que poco podía hacer por el pueblo si no era con el pueblo, y que nada se podría hacer “a pesar del pueblo”.
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