EL SALTO (9)

Al día siguiente Martín fue con Ricardo, esposo de Marga y padre de Sergi y Miquel, a ver la casa en construcción. De camino, trataba de fijarse en todos los detalles: las casas, las calles, la gente… Las calles estaban llenas de lodo, que cuando llovía llegaba desde las lomas que circundaban el centro de la ciudad. Por causa del lodo, no pudieron pasar por una de las calles y tuvieron que dar un rodeo por otra más limpia. Otra impresión fuerte, que después sería una estampa habitual, fue la de un hombre armado con un tremendo machete. Le dijo Ricardo que no se preocupase, que no era ningún loco o asesino, sino un hombre normal cargando su herramienta de trabajo.
Llegaron a la casa en el pequeño Fiat Uno. Parecía muy bonita, con habitaciones y espacios grandes, con mucha ventilación y mucha luz. Allí estaba el arquitecto, un hombre agradable y amigable. Saludaron y se pusieron a dialogar sobre la marcha de la obra y otros asuntos. Martín tuvo la impresión de que el hombre hablaba otro idioma y pensó que nunca sería capaz de entender a la gente del lugar. La experiencia posterior, el contacto permanente, le haría refutar esta hipótesis. Pero no olvidaba aquellas primeras impresiones tan chocantes.
Al regreso, desde lo alto de la loma donde vivían provisionalmente, a Martín le llamó la atención la vitalidad que observaba en la ciudad. Desde la paz de la cima sentía la fuerza de la vida social en una especie de nube ruidosa compuesta por los innumerables sonidos del ir y venir de los taxis amarillos —eran los vehículos más abundantes—, los viejos buses urbanos, las camionetas de las cooperativas de transporte, unos pocos vehículos particulares. La nube ruidosa también la componían otros ruidos, como ladridos, gritos e innumerables músicas, especialmente en ritmo de salsa, que venían de todas las direcciones. A más de la vitalidad, le llamó la atención la omnipresente pobreza. La mayoría de las casas tenían techos de zinc oxidados y paredes de madera o de caña. Pensaba que muchas de ellas más que casas deberían llamarse cabañas, especialmente las que ascendían a la loma y, más lejos y más pobres, las que invadían las aguas del estuario sobre cuya orilla izquierda se alargaba la ciudad. Hacia el norte el mar impedía su crecimiento. Sin embargo, casa es casa. Si es el espacio que alberga a una familia, el hecho de que ésta viva en la pobreza, pensaba, no será motivo para degradar su condición y utilizar palabras despectivas. Sin duda, las más pobres eran las casas de la orilla. Aunque lejos, Martín observaba lo que ya había contemplado en las fotos que le llevaron “allá”, —así nombraban todos los del grupo al continente del que vinieron, en un esfuerzo inútil de que las comparaciones no lo parecieran—: las casas de madera prácticamente flotaban sobre el agua del estuario, apenas sostenidas por unos finos palos clavados en el oscuro fango. Por supuesto, también las calles de aquel sector eran flotantes, apenas unos tablones mal sostenidos. Antes de su venida, cuando vieron allá las fotos, identificaron las casas con el tipo de vivienda que en la escuela los profesores asignaban a la prehistoria: los palafitos. Y sin embargo aquí nadie las llamaba así, sino simplemente casas.

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