EL SALTO (11)

Mientras Martín recordaba todas estas cosas, llegaron a la curia, donde no encontraron al obispo, pues no regresaba aún de la capital. Así que saludaron con el Vicario General. Martín pensó que ya estaba metido de cabeza y que ya no podría posponer las cosas. Tampoco lo quería, como en todos los años anteriores, pues descubría que en aquel contexto de pobreza tenía mucho sentido comprometerse de lleno mediante el sacerdocio. No así en aquel supuesto primer mundo, donde no parecía muy necesaria la religión. Cuántas veces se había preguntado para qué hacerse sacerdote donde casi nadie lo necesitaba ni lo pedía. La sociedad “desarrollada” había prescindido casi por completo de Dios. Había oído hablar muy críticamente, especialmente en los sectores más conservadores de la Iglesia, de una visión funcionalista del sacerdocio. Y quizás era así la suya. Tal vez era demasiado pragmático y poco espiritual. Pero él no entendía un sacerdocio que no estuviese en función de una liberación concreta de las personas.
A los tres días de su llegada a la ciudad era viernes de carnaval. Al día siguiente llegarían los hermanos de la comunidad de Portoviejo, que se quedarían hasta el martes. Tendrían retiro espiritual. Aquel viernes fue el primer día soleado desde que llegó; hasta entonces sólo había estado nublado y lluvioso. Martín estuvo con los niños en la terraza que había sobre la casa. El lugar era muy hermoso, con plantas y flores de todo tipo y color, con muchos pájaros y, sobre todo, la hermosa vista sobre la ciudad y el río. Casi se veía toda la ciudad, el mar, el río, las calles, las lomas cubiertas de casuchas, el puerto y, en la otra orilla, el pequeño aeropuerto... El sol hacía resplandecer todo lo que le rodeaba. Martín tomó las primeras fotos.
A mediodía conoció el banco. Era un edificio moderno. Le llamó la atención el pórtico repleto de gente. Le era difícil saber qué hacía allí cada uno. Muchos vendían cualquier cosa, desde medias hasta fruta. Casi parecía un mercado. Otros entraban o salían. Martín todavía encontraba muchos olores desconocidos. La humedad tropical se sentía en la piel. Apenas caminaba unos pasos, Martín sentía el cuerpo sudando, o transpirando —como decía la gente de allá—. Sólo dentro del banco se sintió un poco más fresco, por el aire acondicionado. El interior estaba repleto de gente, ansiosa por cobrar el sueldo. Según le dijeron, a la mayoría no les queda para las necesidades básicas; pero también muchos retiraban su dinero para poder pasar un buen carnaval. Le sorprendió que, a más del banco había otros edificios modernos, como el municipio —situado en la esquina contigua—, el Consejo Provincial y la iglesia de la Merced —que rodeaban el parque central—.
Aquel día Martín conoció a Bautista, un muchacho negro, como la mayoría de la población local. Tenía veinticuatro años y, como él, era maestro primario. Había conocido aquella comunidad de extranjeros y se entusiasmó con su estilo. Llegó a mediodía a visitar a la comunidad y se quedó a almorzar. A Martín le pareció un muchacho agradable y hubo buena empatía entre los dos.

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