Otra de las cosas que le sorprendieron en aquellos días fue la abundancia y variedad de frutas. Una de ellas era el mango, con su penetrante aroma. No era originario del continente, según supo, sino traído del sur de Asia, pero en el trópico americano se daba excelentemente.
Al día siguiente, sábado de carnaval, llegaron los hermanos de la comunidad de Portoviejo, entre los que llegó venía Ramón. Martín veía al resto por primera vez desde su llegada. Tras del almuerzo todos fueron a visitar la construcción de la nueva casa. En el trayecto Martín y los demás observaron sorprendidos otra costumbre, para ellos extraña hasta ese momento, de arrojar agua a las personas, conocidas o desconocidas, con el pretexto de celebrar carnaval. El calor tropical era así mitigado. Muchas veces esta acción iba acompañada del baile, por supuesto en la calle, y de la bebida abundante. Mojarse por fuera y por dentro.
Años posteriores conocería casos de personas que eran asesinadas por seguir esta costumbre. Tal fue el caso de un hombre que, viendo que los jóvenes de la esquina habían empapado a su hija adolescente, tomó esto como un agravio casi similar a una violación, salió a la calle con un revólver y mató, al joven que supuestamente había mojado a su hija, con un simple tiro en la cabeza. O el caso del taxista que, harto de ser empapado sale del taxi y mata al joven que lo está mojando. De aquí y de otras experiencias surgió en Martín la sospecha del menor valor de la vida. Y recordaría y haría suyas las palabras que leyera en la novela “Los pasos perdidos” del cubano Alejo Carpentier: “Si en estos países se moría por pasiones que me fueran incomprensibles, no por ello era la muerte menos muerte.” Esta convicción, desgraciadamente, se renovaría constantemente en la experiencia de Martín, haciéndole sentir una rebeldía frustrante y una gran impotencia. Y tantas otras veces sentiría su incapacidad y la ineficacia de sus palabras y acciones.
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